El hedonista mas borde e imprescindible de la blogosfera hispana habla del placer como la capacidad de percibir matices. Creo que puede ser una buena definición.

Con el tiempo, pero sobre todo en los últimos años, he empezado a apreciar cosas que antes me pasaban desapercibidas. No hablo de cosas importantes por sí mismas, sino de cosas pequeñas que se vuelven importantes. Tener luz acogedora en el dormitorio. Pasar una hora cocinando sin prisa, con buena música de fondo, y después degustar el resultado con orgullo. Beber una copa de ron Miel mientras leo tumbado en la cama. Una pequeña lista de placeres ocasionales a la que no dejo de añadir elementos. Una pequeña serie de tonterías que hacen la vida mas bonita.

Pero entre esos placeres y yo se interpone la fea costumbre tragar sin paladear, leer libros esperando llegar al final, y comer pensando en lo que hay que hacer después. Para aprender a distinguir esos matices necesitamos tiempo e interés. Todos se quejan de que les falta lo primero, pero pocos asumen que, como siempre, lo que falla es lo segundo.
Es un aprendizaje duro y quizás no barato, pero lleno de premios. Somos urbanitas que vivimos en paraisos artificiales. Tendré que asumir que no podré ver la tierra desde la luna. Tampoco daré la vuelta al mundo como un aventurero del XIX, y hasta es posible que mi plan para ser rico antes de los 30 nunca se termine de poner en marcha. Los placeres de nuestra vida serán los grandes placeres de las pequeñas cosas: Si no aprendemos a respirar hondo y a pensar que la página que estás leyendo, el vino que estás tragando o la piel que estás acariciando es lo más importante del mundo justo ahora, entonces ¿qué nos queda?

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No es pregunta retórica. Si no aprendemos a disfrutar de los matices del presente, la vida se queda una triste sucesión de días ausentes en los que sólo piensas en cada momento lo que vas a hacer después.